La región de Huancayo del Perú es famosa por los bordados abundantes en polleras, mantos y mangas usados en festivales. Pero son las esclavinas reflectantes bordadas en alto relieve producidas en los distritos de Sapallanga y Huayucachi y usadas en la danza que han fascinado a coleccionistas desde la década de 1940. Este tipo de bordado elevado—que en algunos casos se llama stumpwork o bordado tridimensional—consiste en coser puntadas de satín muy juntas sobre fieltro o capas de cartón, luego ribetear los diseños elevados con contornos o pespuntes para crear un efecto tridimensional. Este estilo de bordado fue muy popular en la Europa del siglo XVII; en Perú, se usó sobre todo para confeccionar prendas eclesiásticas a partir del siglo XVIII, especialmente las casullas adornadas con hebras metálicas fastuosas. En el siglo XX los talleres de bordado familiares, así como el de Santa Cruz Capacyachi, llevaron estas técnicas a un nivel de expresión artística magistral que les ha valido para adquirir renombre en sus comunidades locales y para ganarse un lugar en colecciones museológicas y en la historia del diseño moderno de mitad de siglo.
Estas esclavinas, o capas cortas, se usan durante la presentación de “Negritos de Garibaldi”, la danza interpretada por las cofradías en honor a la Virgen de Cocharcas el 8 de septiembre, su día de fiesta. La danza celebra la abolición de la esclavitud proclamada por Ramón Castilla (representado en algunas capas) en la ciudad de Huancayo en 1854 e invoca el nombre de Giuseppe Garibaldi, firme opositor de la esclavitud. La vestimenta que llevan los danzantes es del estilo de los uniformes de marinero y la esclavina es el elemento central del conjunto. La tela con la cual está confeccionada la esclavina se arma con papel pesado o cartón para crear un panel que no se drapea sobre la espalda del danzante y el cuello rígido en forma de media luna se coloca sobre los hombros como si llevara charreteras.
A Girard le interesaban las fiestas y los desfiles, la abundancia de adornos y el movimiento. Reflexionando sobre los ensamblajes e instalaciones que creó con obras de arte tradicional, Girard opinó que “debería ser todo parte de un espectáculo feliz, una danza.”(4) Los objetos que tanto Girard como otros coleccionaron son los mismos que podemos ver en las fotografías que aparecen en Fiestas y Danzas en el Cusco y en Los Andes, el libro de Pierre Verger publicado en 1945. Si bien Verger quiso captar una práctica viva en la cual estos objetos desempeñaban un papel, Girard nos dice que estaba creando “un símbolo abstracto de América Latina, un ‘mundo escénico’ especial y no una reproducción histórica o realista exacta de un lugar determinado.”(5)
Girard no fue el único que aprovechó estas esclavinas para fines corporativos. Durante décadas, la de San Martín (arriba) adornaba las paredes de la casa matriz de la Neutrogena Corporation mientras estaba bajo la dirección de Lloyd Cotsen. Cotsen, un coleccionista apasionado, inspirado por Girard, pretendía que estas obras transformaran la experiencia de estar en el trabajo: “La palabra ‘placer’ no aparece en el vocabulario del trabajo pero el placer es una de las características clave de la experiencia humana.”(6) Su curadora, Mary Hunt Kahlenberg, validaba la idea de Cotsen al recordar que: “Cuando trabajaba en las oficinas de Neutrogena siempre sonreía al pasar por un retrato de un héroe boliviano cubierto de lentejuelas….”(7) Para Cotsen y Girard, la falta de contexto histórico permitió que las obras de arte fueran apreciadas de manera correcta. Girard consideraba que las etiquetas eran una distracción, prefiriendo una presentación visual “capaz de perturbar y encantar el ojo en lugar de colmar al espectador de hechos reales.”(8) Cotsen, por su parte, creía que la falta de contexto histórico estimularía el pensamiento creativo.
El término “arte popular” ha servido mayormente para fomentar el concepto de anonimato y distinguir obras determinadas como manualidades comunitarias en lugar de entenderlas como obras de arte visual con creadores identificados. Cuando la elite de Lima consideraba que las bellas artes europeas eran emblemáticas de la sofisticación, las piezas producidas en comunidades indígenas y mestizas fueron desechadas como labores manuales en vez de ser apreciadas como obras de arte. Obras como estas esclavinas empezaron a llamar la atención en la década de 1940 gracias principalmente a los esfuerzos de artistas e intelectuales indigenistas como Alicia Bustamante, José Sabogal y José María Arguedas que emprendieron proyectos para catalogar, rescatar y promover las artes tradicionales regionales como patrimonio estético indígena. Estas campañas encajaron en los Estados Unidos con un interés cada vez más enfocado en las tradiciones artesanales regionales latinoamericanas impulsado por ciertas maniobras políticas internacionales. Con el fin de contener la influencia de los nazis y el Eje, la Comisión de Desarrollo Interamericana de Nelson Rockefeller se interesó en mejorar el nivel de vida en áreas rurales mediante la creación de mercados para la labor de artesanos regionales. Si bien muchos proyectos de este tipo capacitaron a los artistas para recrear modas domésticas que ya conocía el consumidor estadounidense, a partir de la década de 1950 coleccionistas como Alexander Girard se esforzaban por incentivar un gusto por las tradiciones populares mismas entre consumidores. En lugar de destacar las obras como la creación de artistas determinados, cuando estas esclavinas fueron incorporadas a colecciones la mirada se desplazó hacia la identidad del coleccionista, el espectador y el consumidor.
Ha perdurado la firme resistencia al reconocimiento del arte popular como una producción igual a las bellas artes. Cuando en 1975 se le otorgó el Premio Nacional de Cultura a Joaquín López Antay por sus retablos, la decisión polémica desencadenó un debate público que puso en destaque las divisiones étnicas/raciales y de clase social inherentes en esta distinción. Esto tal vez empieza a cambiar. En la última década y pico el Ministerio de Cultura se ha esforzado cada vez más por promover artistas tradicionales individuales; la obra producida por determinadas familias se está convirtiendo en tema de tesis de master y doctorales; y las obras se están incorporando a las colecciones de un número cada vez mayor de museos. Se sigue produciendo el estilo de bordado en alto relieve hecho a mano y las esclavinas se siguen usando en las danzas en honor a la Virgen de Cocharcas. Con el debido reconocimiento de maestría y autoría, que las sigan usando en las danzas durante muchas generaciones.